lunes, 30 de noviembre de 2009

El piojo y la pulga se van a casar

Cuento I
Erase una vez una princesa. Bella como una estrella. Bien dotada y heredera de un gigantesco reino. Su padre era un rey sabio pero viejo. Y era su preocupación constante dejar a su hija en buenas manos cuando le tocase a El partir al encuentro de sus antepasados. Valientes príncipes desfilaron cortejando a la doncella y pelearon contra monstruos y complicadas vicisitudes para obtener su amor. Pero nada de lo que hicieron logró que la unigénita del Rey se fijara en ellos. Más de uno pereció en las fauces del dragón que custodiaba el castillo desde hacía mil años.

Una tarde de otoño la princesa caminaba por el empedrado que conduce al jardín, cuando se encontró con un sapo. Un sapo viejo y gordo, y que le hablaba. El sapo era afable y benevolente, e inspiraba confianza. El anfibio le habló de los tiempos y los lugares. Le habló de mil cosas que había visto en su larga vida. Y al oído le confesó ser un príncipe encerrado en ese cuerpo por una añeja maldición, y le propuso concederle tres deseos con tal de que le liberase de tal prisión, para lo que era menester tan sólo que le diera un beso, sin que mediará entre ellos más compromiso que ese contacto físico previo cumplimiento de los deseos de la princesa. La princesa deseo durante interminables segundos, mas de mil deseos antes de contestar afirmativamente. Estos fueron los deseos de la princesa:

1.- Deseó larga vida para su padre, prosperidad en su reino y salud para toda la corte.

2.- Deseó también belleza interior y gracia para ella.

3.- Deseó encontrar el amor en un hombre bueno y que el príncipe resultante de la transformación vaticinada lo fuese, a fin de haber encontrado al tiempo de sus deseos, al amor de su vida.

El repugnante contacto de los labios de nuestra princesa con la piel del sapo provocó fugaces lágrimas en sus ojos, que formaron un velo que, al disiparse, le dejó ver al príncipe más encantador que hubiese imaginado.

Nuestra princesa, con un padre renovado y un reino fuerte, fue feliz junto a su príncipe por mil años.

Cuento II
Este era una vez un príncipe. No como los príncipes de los cuentos de hadas, sino más bien parecido al príncipe del rap. No tan moreno, hablando español y con una idiosincrasia más cercana al Mercado Malibrán que a Manhattan. Nuestro príncipe tenía 34 años y rentaba en una unidad habitacional del INFONAVIT desde que sus padres lo corrieron de su casa por desobligado y flojo. Trabajaba ocasionalmente como ayudante de obra y por las madrugadas repartía diarios a pie en el centro. Carecía de pareja fija, si bien es cierto que sostenía encuentros ocasionales con alguna compañera de trabajo más que por sentimientos, por satisfacer necesidades propias de la naturaleza.

Una madrugada en que nuestro príncipe salía con un descomunal paquete de periódicos encontró, debajo de la escalera de acceso al edificio en el que vivía, una rana que le hablaba. Después de limpiarse las lagañas de los ojos hasta por tres veces, el príncipe escuchó a la rana dirigirse a él por su nombre y presentarse a sí misma como una princesa encerrada en el cuerpo de una repugnante rana. Le ofreció concederle tres deseos a cambio de que, con un beso, deshiciera la maldición que por mil años había pesado sobre ella y que la había convertido en el repugnante animal que aparentaba ser. Le dijo que ella estaba destinada a un príncipe bello como él y que esa era la forma de encontrar los dos el amor para siempre. La rana le prometió al príncipe esperar el tiempo que él quisiera a fin de no presionarlo en lo que tomaba una decisión.

Al cabo de doce días, el príncipe aceptó. Estos fueron los deseos del príncipe:

1.- Deseó salud y larga vida para El.

2.- Deseó ser inmensamente rico. (Si, más rico que Slim)

3.- Deseó un Camaro coupé y un Mc Laren a la puerta de su departamento.

Con mil dudas en la cabeza el príncipe besó a la rana que al instante se convirtió en una princesa de exuberante belleza y sin igual gracia. Se casaron y fueron felices algún tiempo, al cabo del cual la princesa empezó a reclamarle que el llegara a deshoras del trabajo, o con el más ligero aliento alcohólico, ella se negó a tener hijos para no perder su figura, lo engañó con el lechero, el de los periódicos (lógicamente nuestro príncipe ya no los repartía), el del gas y al final se divorció de él quitándole el 60 por ciento de su fortuna mas una jugosa pensión.

La última vez que se vieron en el juzgado de lo familiar él juraría que al voltear a verla, le vio cara de rana.

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