lunes, 30 de noviembre de 2009

Lo que no es parejo, es chipotudo

Don Chema llego al pueblo allá por los años 50, traía un título de Ingeniero que había comprado en el distrito federal por 23 de aquellos pesos, y que le valió el pase directo a entrar a la Azufrera en un puesto de confianza, sin mas investigadera que la pregunta acerca de de donde era. –Del norte- contestó, y de inmediato le asignaron oficina, secretaria, camioneta, y un puñado de hombres con la encomienda de hacerle agujeros a la tierra a ver qué cosa encontraban. Con 26 años y la soltería brillándole por los ojos, el novel Ingeniero pronto fue noticia entre las muchachas y no tardó en encontrar una de buena familia, que vivía en la calle de atrás del Palacio, en lo que hoy llaman La Malinche.


Argemiro, su suegro, tenía una tienda bien surtida y gracias a ello su familia no pasó hambre después del terremoto del 57, pero quedaron tan maltrechos que al hombre le pareció muy bien mantener una boca menos y apenas vio que su hija mayor coqueteaba con el recién llegado no dudó en proponerla en matrimonio. Un terreno en las afueras, lo que hoy es el Deportivo, bastó para convencer al joven de que la idea era buena. En la boda solo tocó el organillero, y los invitados tenían que defender sus platillos de barbacoa de los perritos callejeros que tenían lo mismo de hambre que la gente en aquellos años posteriores al temblor. Ahorita que lo recuerdo, antes de que las motos y el chicle llegaran al pueblo, la Corona ya estaba ahí, por lo que las cervezas no faltaron en el jolgorio. La pareja vivió primeramente en el tejaban de lámina que le fabricaron al “Inge” cuando recién llegado.

Junto con el título, se había comprado una radio AM y onda corta, en la que se ponía a escuchar las emisoras cubanas que no pasaban música a ninguna hora del día, y que no estaban más que puro hable y hable.

Un día de verano de 1963, se armó el alboroto en el pueblo porque según iba a llegar el Gobernador a visitar los destrozos del temblor ya llevar ayuda a los damnificados que se habían quedado sin casa desde el 57, y que para esto ya se habían apropiado del derecho de vía de la carretera vieja a Chinameca, e instalado ahí palapas de palma con hamacas y asadores, y en los que ya se habían hallado y hasta feria organizaban una vez al año.

Resultó que había que armar un templete de madera, lámina o lo que fuera, para que el Gober se subiera a dirigirse al pueblo, y buscaron al joven Chema, para que con sus amplios conocimientos de ingeniería dirigiera al grupo de obreros encargados para tal fin. Con tan mala suerte que había que armar el estrado pero nadie habló de darle materiales, así que en ese momento Chema y su gente se apresuraron a quitarle varias laminas al tejaban, tomaron unos polines del corral improvisado que su mujer tenía enfrente, y con ellos armaron un estrado al lado del tejaban.

Llegada la hora del discurso, el Gobernador subió al endeble templete ayudado por el comisariado ejidal y el agente municipal que ya andaban a medios chiles desde la mañana. Lanzó un discurso al que no se le entendió nada, sería porque habló en perfecto español y la mayoría de la raza aún hablaba dialecto, y los que masticábamos el español lo hablábamos tan mocho que ni reconocíamos lo que decía el gobernante. En un momento fue tanta la gente que se subió al podio para poder estar cerca del político que los polines se quebraron y fueron a dar al suelo los policías, el agente el comisariado, el Gober y un señor trajeado que lo acompañaba y que se apellidaba López o algo así, y que parecía que hasta le daba órdenes a nuestro Gober. El chiste es que de la enlodada que se pegaron, el tal López le dijo algo al oído al Gober y de repente éste anunció que al día siguiente se iniciarían los trabajos de construcción de la Plaza de los Caídos, ahí mismo donde dieron el zapotazo. Como la gente aplaudiera, el agente municipal se envalentonó y anuncio así mismo, que al parejo con la obra de la plaza, se daría inicio a la pavimentación con concreto hidráulico de la calle. La gente no entendió que era eso del concreto hidráulico pero igual aplaudió, y acordaron en ese momento llamarle Morelos a la primera avenida del pueblo.

Para esto, Chema, preocupado por sus polines y tratando de explicarle a su mujer que el corral iba a tardar en reponerse, no escuchó el anuncio, y no se dio cuenta sino hasta el otro día en que, alrededor de su casa empezaron a llegar hombres con palas, picos y carretillas a excavar para los cimientos de la plaza y emparejar la recién anunciada calle. Al cabo de pocos meses, la nueva avenida quedó inaugurada junto con la Plaza, y al lado de ésta, Chema quiso pedir a los encargados de la obra el material sobrante y con ello remodelar su vieja galera. La calle se lleno muy pronto de transeúntes y de asiduos visitantes a la plaza, y Chema decidió revivir el giro de negocios de su ya extinto suegro, y puso una tienda de abarrotes – mercería, que siempre estaba llena porque ahí era a la única a la que se podía llegar en el camión de pasaje.

La Plaza carecía de glorieta para dar vuelta, así que los autobuses que llegaban a razón de dos al día, tenían que estacionar y esperar a llenarse de pasaje en el patio de Chema, con el paso del tiempo le solicitaron permiso para pavimentar su patio y hacer una barda para resguardar las unidades que por razones diversas de pronto tuvieran que pernoctar en el pueblo. Una de ellas un día se descompuso y al no tener visos de para cuando componerse, la dejaron por tiempo indefinido en el traspatio. Chema solicito que lo apoyaran para decidir qué hacer con el autobús en desgracia y los dueños de la cooperativa le regalaron el cascajo del bus para que lo vendiera por kilo, como fierro viejo. Cuando lo vio rodando remolcado por un tractor, Chema decidió componerlo, y al cabo de dos meses, ya tenía su propio autobús incluido en las líneas que transitaban del Puerto a la Sierra.

Empezando la década de los setentas ya era Don Chema, y al tener la casa con el traspatio más grande del pueblo y ser el único residente dueño de varios camiones, no tardaron en elegirlo alcalde del recién estrenado municipio que ya había dejado de ser villa.

En tres periodos lectivos consecutivos como autoridad municipal Don Chema se hizo de dos ranchos, un automóvil Mercedes, cuatro casas, dos queridas y 74 ahijados. Era el tiempo de expansión de la empresa petrolera nacional y el ayuntamiento cobraba todos los derechos de vía de la paraestatal que pasaran por territorio municipal, a precio de oro. Una vez terminado el tercer periodo como alcalde, lo hicieron diputado local y después diputado federal, al mismo tiempo que secretario general del Sindicato Azufrero, empresa de la que se jubilo a los 43 años de edad. Con los tiempos modernos la modesta tienda de abarrotes inicial se volvió un conjunto de negocios y la Plaza de los Caídos se convirtió en el Parque Central. Vinieron las bombillas de vapor de sodio, el Teléfono y el Atari y los niños dejaron de jugar en las calles. El otrora pueblo tranquilo y peatonal se volvió una ciudad bulliciosa en la que Don Chema se halló cada vez menos.

Se volvió irritable y se alejó de la vida pública. Dicen los vecinos que hace poco que vino otro político al pueblo, casualmente también de apellido López, se volvió a caer el templete a medio discurso, y las malas lenguas argumentan que Don Chema lo mandó a hacer con los mismos polines viejos que tiraron al Gobernador en el 63, quién sabe si será cierto.

El caso es que Don Chema se mató el día de ayer domingo después de la misa de once.

Sus tres hijas viven en Estados Unidos y no van a alcanzar a llegar al sepelio. Por un lado que bueno, porque dice el forense que del balazo que se dio en la cabeza ni la cara se le reconoce.

Por lo pronto, los de la cooperativa empezaron a demoler hoy la barda del estacionamiento de los autobuses.

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