-¿A donde vamos, Abuelo?- Sígueme, hijo.
Veredeando por los cerros, serpenteando por el
monte, el camino parecía no tener fin. Salimos a eso de las 12 de la noche y ya
eran casi las 2 de la mañana y seguíamos caminando, francamente me sentí un
poco cansado y mañana era día de escuela. Contando el regreso por lo menos
faltaban otras dos horas para volverme a dormir. Vivíamos entonces al pie del
cerro, donde el camino del panteón dobla para tomar la vereda principal del
santuario, y después de hora y media caminando casi estábamos en la cima del
cerrito, desde donde se domina todo el pueblo, desde la Carretera Federal hasta
la Laguna Grande, pasando por la hacienda de los García-Mora, que ya de por si
abarca mucho. Los grillos nos acompañaron todo el camino.
Desde que
tengo uso de razón, el Abuelo es el pilar de la familia. Es Él quien, hace
muchos años, junto con otras 4 familias fundó el pueblo, dicen, en esta como
cazuela que se hace entre cerro y cerro, a donde la carretera nunca llegó por
más que nos prometieron, aunque después no importara, porque el abuelo junto a
otras personas abrieron el camino de brecha desde donde llegamos a la Carretera
Federal, que le llamamos Carretera Grande. En ese tiempo le decían que para que
se vino, que aquí no había nada. Jamás hubo monte en este como comal caliente
que se vuelve en Mayo, si acaso, en las pocas lluvias que caen invariablemente
en Septiembre, justito después de la fiesta del pueblo, nacen unos zacatones en
donde lo más que se hallan es lagartijas si tiene uno suerte y culebras de las
malas, si uno no la tiene. Lo bueno de la gente de aquí es que no somos
remilgosos y nos comemos todo. Así nos enseñaron el abuelo y los primeros que
llegaron a vivir: todo es alimento, todo sirve, y lo que no mata engorda. Se
hallan, sabiéndolos buscar, unos hongos sabrosos que saben casi como la carne,
hay bastante conejo aunque no lo parezca, y de las biznagas sale mucha agua. De
ahí sacaban agua los tíos antes, cuando no había pozo. Después, cuando el Abuelo
y los demás abrieron la brecha, un día llegó un señor con un camión repleto de tubos viejos que enrosco
uno con otro y que, con un malacate y unas llaves empezó a clavar en el suelo,
al lado de la casa de nosotros; todo mundo se puso a observar como entre el Don
y el Abuelo metían los tubos en el suelo duro y seco, y a poco rato ya había un
montón de gente ayudando a meter el tubo, otros tantos enroscando mas tramos y
muchísimos mas mirando como zopilotes parados en un poste. No se cuantos tubos
metieron pero en una de esas el señor sacó de su camión un como maneral y se lo
puso al tubo, jaló dos veces y nada, otras dos y nada tampoco. Escupió su
cansancio al suelo, quitó el maneral siguieron metiendo tramos, uno tras otro.
Volvió a poner la capucha de los tubos otra vez y ahora si, al tercer jalón,
salió el agua. Creo que me comí dos moscas de lo abierta que tenía la boca de
ver eso, yo que pensé siempre que el agua salía de las biznagas y de las pocas
nubes de septiembre, pero jamás de la tierra.
Y así con el
agua, con la carretera, con la primera tienda, con el comisariado ejidal y la
repartición de la tierra, el abuelo estaba en todo. Y en eso
precisamente fue que se vinieron los primeros problemas, con la repartición de
la tierra. Una tarde, por el polvoriento camino de terracería que nos conectaba
con el mundo se vio venir un carro, creo que era el primer carro que llegaba
acá. En él venían los García-mora. Llegaron directo a ver al abuelo a la casa y
El los hizo pasar a la improvisada oficina del comisariado ejidal. Del gobierno
los habían mandado, decían, traían unos papeles y estuvieron muchas horas
hablando con Él ese día, y al siguiente y al siguiente. Dormían en su coche y
por la mañana regresaban a la oficina del comisariado a seguir discutiendo con
el Abuelo, a quien ya se habían unido parte de las poquitas familias que
vivamos en este pueblo al que hasta la fecha, que yo sepa, nadie ha venido a
bautizar con ningún nombre. Luego supe el motivo del borchincho: desde que la
primera familia se instaló aquí, la tierra se repartió según el numero de
integrantes que tuviera la familia que llegaba, en el entendido según yo de que
a como pudieran trabajar la tierra se la daban. Todos cazaban, pero nadie vivía
de eso: el abuelo y toda nuestra familia vivió siempre de sembrar. Y las demás
familias vivieron de lo mismo. Pero los García-Mora no venían a sembrar,
dijeron que en San Marcos tenían mas de cien reses que necesitaban pastar y que
allá ya no había espacio, que necesitaban tierra aquí, mucha tierra. El abuelo
y los demás alegaron que aquí había mucha tierra, pero que de ella ni los
zanates se levantaban nunca, cuantimenos la mínima brizna de pasto que necesita
una res. Haiga sido como haiga sido, los García –Mora se instalaron al otro pie
del cerro, se trajeron gente a sueldo y muchos metros de alambre para cercar lo
que abarca del pie del cerro hasta la orilla de este incipiente pueblo. Y eso
si: trajeron muchas reses.
En ese pensamiento estaba yo cuando llegamos a la
punta del cerro. Este cerro es una cosa singular: es muy empinado y tiene la
punta chata y plana, como un campo de futbol, y por alguna razón que el coco no
me alcanza para entender acá arriba siempre hace frío y aunque no se siente
nada de humedad, todo es verdor. Ya eran más de las 2 de la mañana. A no ser
porque venía justamente con el Abuelo que se conoce cada curva del camino, no
hubiera venido. Me senté en una piedra a descansar y Él también. No dijimos
nada, solo recuperábamos el resuello. Entonces se acostó boca arriba en el
zacate bajito que hay allí y me dijo que si quería, que me recostara por ahí
cerca. Más por cansancio que por hacerle caso me acosté también, y volteando al
cielo me encontré con mil linternas que nos alumbraban y una luna que parecía
que estaba colgada de un árbol, de lo grande que se veía. Pensé que dormiríamos
allí, pero el viejito solo miraba hacia arriba y no decía nada.
De ahí pa´l
real casi todo fue problemas. Los García-Mora querían mas terreno pues alegaban
que aun tenían más, muchos más animales, y la gente del pueblo ya no estuvo de
acuerdo. Se tomaron por su cuenta la tierra y entonces conocimos la autoridad.
Llegaron por el mismo camino por donde los otros, en un camión cargado de
soldados que venían a instalar unas como tendajones con una mesa, una a cada lado
del plan que teníamos como plaza a mitad del pueblo. Elecciones decían, y nos
dijeron que en un papelito tacháramos, con crayola los que tuvieran o con un
pedazo de carbón los que no, en un simbolito de colores. Lo hicimos mas por
curiosidad de ver para que querían los papelitos que porque nos dieran miedo
las escopetas que traían, acá el abuelo y cada familia tenían su propia
escopeta, pues entonces, ¿como íbamos a cazar los conejos? Pero no. No supimos
que hicieron con los dichosos papelitos porque una vez que todos tachamos de a
dos y de a tres papeles, los metieron en una caja de cartón, la sellaron con
cinta y ya se la llevaban cuando el Abuelo sacó a colación el tema. Le dijeron
que iban a mandar un agente municipal, que nosotros pertenecíamos a San Marcos.
Hasta ese momento yo no tenía idea de que perteneciera a ningún pueblo más que
al mío.
Y después de
15 días llego don Arturo, un señor que de gordo no cabía por la puerta del
comisariado ejidal en dizque nombrándose Agente Municipal de Ejido San Gabriel,
decía Él que nos llamábamos, y pidiendo vivienda para Él y para su familia en
nombre del gobierno de no sé qué tanto dijo. Todos miramos al Abuelo y
nuevamente se metió al comisariado a discutir, ahora con el gordo. Eso si, ahí
no llegaron a nada, el gordo se fue del pueblo y a los 15 días llegó con el
mismo camión de soldados que habían venido con las cajas y los boletos
anteriormente. A restaurar el orden y la paz, dijo, siendo que nosotros
estábamos ya en orden y en paz desde siempre. Se llevaron al abuelo en el
camión y no supimos de Él en todos los meses que siguieron hasta la fiesta de
Septiembre, justo cundo cayó la primera lluvia. Llegó en un coche particular,
que lo dejó en la carretera grande y de allí se vino caminando hasta acá, de
tal suerte que llegó de noche y de lo empolvado nadie lo reconoció hasta que
estuvo en la casa y se dio un baño. Nunca nos dijo a nadie en donde estuvo y
qué hizo mientras estuvo allí, pero de que estuvo en algún sitio lo estuvo,
porque llegó muy serio y después de cenar no quiso hablar con nadie y se fue a
dormir dos días seguidos.
Al día
siguiente fue a hablar con Don Arturo al comisariado y se encerraron todo el
día allí. Después ya no fue lo mismo. Se iba a trabajar la tierra y se pasaba
todo el día allí, ya no regresaba ni para comer y por las noches se escapaba al
cerro a hacer no sé que cosas, y regresaba hasta bien entrada la madrugada,
pero se seguía levantando temprano a trabajar. Ya no hablaba con la gente y ni
gesto hizo cuando los García-Mora metieron sus reses en la siembra de nosotros.
Fue entonces que nos venimos al pie del cerro. Para estar mas tranquilos dijo,
y no se si estuvimos más tranquilos, pero lo cierto es que el aire acá es mas
fresco, y a mi papá y al tío Everardo se les ocurrió que nosotros también
podíamos criar chivos, y dejamos la siembra. De por sí, de lo que sembramos
jamás se levantó mas de la mitad. Pero el abuelo no le entró a la cría de
animales, y siguió sembrando por su cuenta, cada vez menos tierra según las
fuerzas que le quedaban y cada vez más taciturno.
De repente se levantó del suelo y me testereó el
hombro. –Levántate, hijo, vámonos-. Emprendimos el camino de regreso, otra vez
como reculando por el zacatal, aquí librando una culebra, acá librando un
alacrán, acá cayendo a un hueco y levantándonos otra vez, bien alumbrados por
la luna y como si fuéramos persiguiendo nuestras propias sombras por ese
veredaje lleno de grillos.
Serían las ganas de dormir o la bajada, el caso es
que el regreso se me hizo corto. Y digo se me hizo porque no lo estuvo,
llegamos a la casa a eso de las 5 de la mañana. Me subí al tapanco y el abuelo
se quedó atizando la leña para calentar su café, para Él ya era hora del
desayuno y de ahí a la milpa, yo traté de dormir otro rato.
Un buen día
nos levantamos para ir a la escuela, pero al pasar por el catre el viejo seguía
allí.
–Estoy
cansado- nos dijo. Y se volteó a mirar la pared. Nos fuimos a la escuela.
Regresamos y él seguía allí, con los ojos bien abiertos mirando la pared, hecho
bolita en el catre y bien cobijado. Eso ya fue un poco raro. Al otro día
tampoco fue a la milpa y el tío Everardo vino a la casa, platicó un rato con
Papá y convinieron llevarlo a San Marcos en el caballo del tío.
Es una
fortuna que el abuelo siempre fue de buen diente, porque al tercer día se
levantó, atizó el fuego como siempre, y se comió 14 tortillas con chile y sal,
de tal modo que cuando el tío Everardo llegó con el caballo el abuelo estaba
mas que comido y hasta había hecho itacate.
Lo malo del
asunto es que el tío Everardo regresó sólo en su caballo esa noche, directo a
hablar con Papá, me mandaron al tapanco y se quedaron hasta quien sabe que
horas, porque yo me dormí temprano. A la mañana siguiente mis hermanos y yo
preguntamos a Papá, que escuetamente nos contestó que los doctores estaban
revisando al abuelo. Yo me pregunté qué cosa le revisarían si el abuelo que se
fue a San Marcos es el mismo de siempre, el mismo que fundó este pueblo que
según el gordo se llamaba, nos llamábamos, Ejido San Gabriel, así que no
entendí nada pero igual m quedé tranquilo, en la secundaria le dejan a uno
mucha tarea como para pensar en otras cosas, además, una chamaca sobrina de don
Arturo me hizo ojitos por esas fechas y no me la quitaba yo del pensamiento.
El Abuelo no
regresó al otro día ni al otro día ni al otro, ni a los 15 días ni al mes. Cada
3 días el tío Everardo tomaba su caballo y perdía un día de cuidar ganado para
ir a ver al Abuelo, que según me decían, ya no estaba en san Marcos, estaba en
la capital. Después de 4 meses el abuelo regreso. Encorvado, encanecido y
sufriendo de una constante caída de pelo que yo jamás entendí porque nadie en
el pueblo era pelón, el viejo aún se las arreglaba para ir y venir de la milpa
cultivando lo poco que podía con pocas fuerzas pero con mucha disciplina.
Incluso el martes pasado se dio el lujo de ir a la plaza y traer nieve para
todos nosotros, se veía contento.
No pegué el ojo, por alguna no sé qué extraña
razón, escuchaba al Abuelo trasijando los trastes del desayuno y preparando sus
huarachos para salir, y no me pude concentrar en dormir lo suficiente para
aguantar la mañana de escuela. Entonces, en el tapanco, me animé a hacer lo que
no pude antes de subirme; con cuidado bajé la escalera de pino y lo miré,
tomando su atole con parsimonia, frotándose las manos para quitarse el frio, ya
con sus huaraches calzados y su poncho calamaco cruzado al hombro, solo encima,
sin ponérselo.
Le pregunté: -¿Abuelo, a que fuimos al cerro?-
Nada. No hubo respuesta. Tomaba galletas de
animalitos secas y las sopeaba en el
atole mirando fijamente la pared, como discutiendo consigo mismo en silencio.
-Abue…. ¿A que fuimos al cerro?-
Volteó despacito, me miró con cariño y creo que le
vi algo así como la mitad de una sonrisa. Volvió a concentrar en remojar las
galletas en el atole y contestó: -Vete a dormir, hijo, mañana es día de escuela
y lo vas a resentir-.
Asumí que ese no era el momento de mi respuesta, y
con curiosidad pero satisfecho por al menos haber preguntado volví a empezar a
trepar por esa escalerita angosta, de la que medio camino su voz me detuvo:
-Fuimos a ver de cerca las estrellas, hijo-.
Temprano
bajé de nuevo la escalera de pino, con el morral de lana cruzado ya al pecho, y
pensando en acabar la sobra del atole que hubiera dejado el viejito antes de
irse a la milpa. Encontré el jarro casi completo, y la mitad de la bolsa de
papel aún con galletas. Apuré sin calentar el atole y me guarde en el morral la
bolsa de papel. Ya me iba volado, pero volteé a ver el catre y me acerqué.
Ahí estaba
el Abuelo, acostado aún, agarrando con fuerte con su mano un puñado de galletas
de animalito, con el poncho todavía cruzado al hombro como si esperara algo
para irse a la milpa, mirando a la pared de nuevo, con los ojos fijos en los
grumos del adobe, con los ojos fijos en algo, en otra cosa, como si estuviera
mirando fijamente hacia adentro de si mismo.