Le llamábamos “Panzón”. No recuerdo su nombre o apellidos y no recuerdo si los supe alguna vez. Era bajito, rechoncho, blanco y pelirrojo. Con pecas muy marcadas en la cara y el lacio cabello cortado al cepillo. Su madre lo enviaba a la escuela invariablemente con un lunch que fácilmente hubiera bastado para 3 o 4 niños, pero el Panzón lo devoraba con agilidad y verdadera fruición hasta dejar el recipiente vacío.
Cursábamos el cuarto año de educación primaria , en la cruel edad de la sinceridad infantil, y Chacho, Pepe, Tony, Felipe y varios más nos divertíamos picándole con el pulgar el sitio en donde debiera tener las costillas, y aventandole bolitas de papel que quedaban atoradas entre sus cabellos erizados. Al quinto año no aguantó más la carrilla, y sus padres lo cambiaron a un instituto mucho más conservador que la escuela de gobierno a la que asistíamos.
El tiempo hizo sus estragos en todos nosotros y nos dispersó por el continente. Al igual que muchos me dediqué a invertir mi tiempo en vivir la vida, de reunión en reunión, de gente en gente, de casa en casa. Un día decidí sentar cabeza, me casé con una buena mujer y me vine a vivir a la capital. La fortuna, al igual que a muchos, tampoco me sonrió. De anuncio en anuncio y de oficina en oficina, en una ciudad sobre poblada, sin encontrar un empleo apenas poco más que efímero.
Cuando la situación se empezaba a tornar desesperada, se estableció en los límites de la colonia una franquicia internacional. Al parece había una esperanza de empleo. El día que asistí con mi solicitud, peinado mi ralo cabello y con una solicitud con fotografía en la mano, me encontré a los amigos de antaño, Chacho, Pepe, y el mismo Tony. Al parecer había vacantes suficientes y nos deseamos suerte mutuamente previo a la entrevista. En los rostros de quienes me antecedían vi optimismo y sentí esperanza. Al tocar mi turno el nervio me hizo trastabillar con el retenedor de la puerta, de inmediato corregí postura y puse mi mejor sonrisa.
Y entonces me di cuenta que al menos por ese día, mis amigos y yo íbamos a continuar el peregrinar por las oficinas con solicitudes en mano. Mi entrevistador estaba ahí, mucho más alto de lo que lo recuerdo, pero igual de pecoso y pelirrojo… y ya no estaba Panzón.
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