domingo, 26 de junio de 2016

Una Herencia de Vida (Parte I)

De manera normal tengo mala memoria. Tengo algunos (muy pocos) recuerdos muy vívidos de mi niñez, de los que incluso, realmente dudo hayan sucedido tal cual los conservo en la mente, y no soy capaz de recordar más de esa época, si acaso algunas nociones y quizá, por expresarlo mejor, sensaciones de lo que era mi vida en ese entonces. Al fin y al cabo, y parafraseando al maestro García Márquez, la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y tiene la forma, el color, el sabor, las expresiones e interacciones que uno le recuerda.
Pero le decía a Ud., puedo recordar cosas técnicas aprendidas hace 30 años y sin embargo, si Ud. me pregunta qué cosas hice la semana pasada, se las podré describir con el mismo detalle con el que un elefante podría enhebrar en el ojo de una aguja. Esa es la memoria.

Me regreso entonces a mi niñez, creo que fui un escuincle normal, bastante normal. La escuela me gustaba hasta en tanto el reto que representaba conocer y como obviamente desconocía todo, pues aprendía mucho, dicen y dicen bien que los niños son unas esponjas. Por tal motivo muy poca guerra di a mis padres en ese sentido. Los días de la educación primaria se me iban en levantarme a una hora relativamente temprana, desayunar, quizá jugar un rato y por las tardes acudir a la escuela (fui durante toda la escuela primaria al turno vespertino). Quizá de una a seis, no lo recuerdo muy bien. Retornaba de buen talante y platicador a merendar y hacer tarea, en eso recuerdo haber sido medianamente cumplido como éramos todos los niños hace 30 años, habrá Ud. de saber que en esos tiempos  solo teníamos dos canales de televisión, existía un verdadero horario para adultos (los niños no podíamos ver novelas), y un cinco en la boleta daba verdadero miedo. Recuerdo que existía patio para jugar en absolutamente todas las casas, por las calles no pasaban tantos autos y que, al carecer de internet, bluetooth, wi-fi, air drop, etc. etc., nuestro consuelo era jugar afuera de casa. Suena a cliché pero... esos eran juegos.

Le autoridad rectora de la casa era mi madre, fuente de desayuno comida y cena, organizadora del uniforme escolar y recaudadora del mismo al final de la jornada para la ejecución del infinito ciclo de lavado para estar listo al tercer día. No recuerdo que mi madre haya sufrido con mi hermano o conmigo por temas escolares. En ese sentido, y ahora que soy padre también, considero una especie de alivio en la carga de trabajo que tenían, pero reconozco que dicha carga para un padre/madre es solo una parte de la labor 24/7 que supone serlo. Sí en cambio mi madre sufrió conmigo en exceso por mis melindres a la hora de comer, fui un niño bastante raro supongo, pues me desagradaban determinados alimentos, me desagradaba la sensación de tener que comer a determinadas horas, y me desagradaba comer fuera de casa, lo que hacia las idas a restoranes y visitas en calvarios para mis padres haciéndome comer lo que era servido a mi plato pues nada se me antojaba y (cosa curiosa) antes no nos preguntaban “qué queríamos comer”. Cosa más común supongo fue también las apreturas de mi madre para hacerme entrar a la casa o salir de ella con algo en la panza, pues adolecía yo de los mismos vicios de los bribones de mi edad: me gustaba demasiado salir a jugar. Futbol, Béisbol, los encantados, el hoyito quemado, subir al árbol de guaya, o jugar a las canicas, se me hacían mucho mejor opción que comer (ajá, mi mente lo consideraba opcional, hacer la tarea definitivamente no), así que la voz de mi madre me recordaba a cada rato comer antes de salir a jugar, comer antes de ir a la escuela, comer llegando de la escuela, comer, comer, comer. Una especie de guerra de guerrillas en la que yo buscaba afanosamente expandir el tiempo dedicado a jugar sacrificando el tiempo dedicado a comer. Y si algo hubo que a modo de excepción mejorara la rutina diaria, haciendo honor a la verdad lo recuerdo poco. Caso contrario cuando llegaba a la casa con el uniforme roto por alguna barrida salvadora en la línea de meta, cuando no supe explicar el extravío de mi primer reloj por haberlo dejado como señalamiento de poste de una portería mientras jugaba futbol llanero o bien cuando en el desvarío de la locura por el juego o por no comer mal contestaba a mi madre, entonces sí que había novedades. En el arriate frente a la casa, casi frente a la cochera en donde pase tantas tardes hurgando en los agujeros de hormiga león o recolectando pequeños sapos, existía un árbol de tamarindo que surtía a mi madre de varas de castigo. Sabrá Ud., el tamarindo es un árbol de varas particularmente resistentes, que si lo sabré yo! Que no hallaba sitio en la Vía Láctea para esconderme cuando, al límite de su paciencia, mi madre se enfilaba hacia el arriate. Y recuerdo a mi señora madre como alguien de mecha corta.

No creo que sea casual, pero de mi padre tengo recuerdos más específicos aunque mucho menos numerosos. Trabajando siempre de guardia en la empresa minera que mantenía a la mitad del pueblo, en la casa mi padre no estaba o bien estaba durmiendo. Salvo un periodo de activismo sindical caracterizado por su estadía en casa a horas normales y la llegada de compañeros de trabajo en alguna comida de fin de semana, el resto se nos iba a mi hermano y a mí en estar callados, o alineados con la matrona. Sin embargo, chispazos, destellos, me hacen recordar contadas ocasiones en que mi padre nos llevó a su trabajo. Era la gran novedad caminar entre montañas de mineral a medio refinar, y ver el horizonte lleno de árboles en que se encontraba la mina, por las horas que pudiera tenernos con nosotros. O en ocasiones el coincidir del fin de semana con su descanso obligatorio. Entonces recuerdo que salíamos a comer o a hacer el súper. Todo eso era novedad. Tan solo el salir del pueblo era novedad.

En mi infancia no recuerdo muchos lujos. Pero no recuerdo una sola carencia. Nunca vi emplearse a mi madre y nunca la vi desatender el hogar. A mi padre no recuerdo haberle visto faltar al trabajo por la razón que fuere. No lo recuerdo siquiera enfermo. Siempre ha sido un hombre muy fuerte. Recuerdo que si por alguna razón nos volvíamos resistentes a los correctivos de mi madre el siguiente nivel era en verdad temible: la furia paterna sí que fue algo de recordar. Pero al batallar hoy en día con mi propia descendencia creo que las veces en que me pase de la raya de pequeño, fueron muy pocas contra las veces en que ahora me toca poner el hígado por delante. Al menos es la impresión.


(Continuará…)

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