A mí sí que me dio miedo (Parte I)
Llegamos
a mediodía al rancho del tío de La Rana. Éramos varios, quizá unos 6 o 7, de
entre 16 y 13 años de edad. Traíamos algunas armas largas de bajo calibre y un
par de escopetas también. Yo era de los menores. Sin arma, no porque fuera de
los más pequeños sino porque la única que poseíamos en casa, la cargaba mi
hermano, un rifle semiautomático calibre .22 de 18 tiros con una ardilla
grabada en la reluciente culata de nogal. Nuestra arma era, si bien no una de
las más espectaculares, si un arma bonita y bien cuidada, recuerdo bien que
tiempo después le adaptamos una mira telescópica y entonces la cacería se
empezó a tornar un tanto aburrida.
Los
tíos de La Rana estaban en su cabaña, y rápidamente nos dieron la bienvenida y
nos ofrecieron su patio para descansar un poco del camino, estirar las piernas,
preparar las armas y un café para tomar. No faltó quien pusiera a quemar alguna
corteza de coco para espantar a los mosquitos, que en estas latitudes, se lo
comen a uno prácticamente vivo.
Entre
plática, chascarrillo, algún caldo preparado por la tía y la labor de aceitar
armas y afilar cuchillos se nos fue la tarde y cayo la noche. Por alguna razón
esos ancianos de 15 años no mostrábamos demasiada algarabía ni temor por lo que
íbamos a hacer. Era como si fuéramos a trabajar. Como si simplemente hubiera
sido ir a cumplir un deber. Creo que todos tomamos café.
Quizá
como a las 9 de la noche empezamos a alistarnos para salir. Los mayores al
frente y los más chicos atrás. Ningún adulto. Todos serios y cada quien en su
papel: uno llevaba el agua, otro tenia las cajas de cartuchos, otros las
escopetas y algunos rifles de menor calibre, y juntos nos internamos en la
negrura del bosque buscando el peligro. Era de otro tiempo realmente.
Cruzamos
un primer claro de unos 2 kms de longitud iluminados perfectamente por la luna.
A esa hora, los zancudos amainan un poco a excepción de que a alguien se le
ocurra prender su luz. De nosotros a nadie. A lo lejos, pares de pequeñas luces
nos seguían, subiendo y bajando, subiendo y bajando, los coyotes. Los coyotes
son excepcionalmente inteligentes, nos pueden seguir por kilómetros esperando
que cacemos algo que no queramos y lo dejemos tirado en el camino. Son
excelentes carroñeros. Al pasar por un
primer macizo de árboles, nos topamos de frente con un brazofuerte abrazado al
tronco de un árbol, a baja altura. El animalito está dormido. Alguien carga
cartucho en su escopeta y le apunta, a nadie le hace gracia y seguimos en el
camino, a nadie le interesa un oso hormiguero hoy, habría que disecarle y son
tan feos que nadie querría tenerlo. Continuamos. En la vereda, una telaraña
gigante nos tapa el paso, al centro, una araña patona de un color verde intenso
espera a su presa: hoy no tuvo mucha suerte. Foxy tomó su escopeta calibre 16 y
le sustituyó el cartucho que había cargado por uno del número cero. El disparo
rompe la noche y los búhos, lechuzas, grillos y demás bichos nocturnos callan.
En donde estuvo la araña queda un agujero limpio y redondo, de unos 15
centímetros de diámetro. Hoy, la presa de la araña fue una enorme masa de plomo
envuelta en un forro de aluminio que le llegó a 1300 metros por segundo y la
mando al otro mundo en un instante.
De
entre los animalitos alborotados por el terrible escopetazo, salió corriendo de
entre los matorrales un mono pequeño de cola anillada. Antes de que subiera a los
arboles lo rodeamos y tratamos de darle alcance. El animalito corrió por el
monte bajo, con nosotros pisándole los talones, y se internó en un pantano poco
profundo, lo que cortó su loca carrera. Empeó a chapalear y lo rodeamos hasta
que una bota lo pisó y lo detuvo. Jadeante, luchó por zafarse con poco éxito.
Las lámparas se encendieron y lo observamos bien. Es mucho más pequeño de lo que
parecía, sin embargo es un animalito adulto. No valió la pena ni la corretiza. Excitados por la primera
aventura de la noche pero desencantados por el mini-mono, le dejamos ir.
Alguien hace la señal de silencio y apunta hacia la punta de un árbol. Un nuevo
disparo rasga el aire y a lo lejos se ve caer, aleteando, la figura de un
pájaro de regular tamaño. Ahora mismo me pregunto cómo era posible que tuviésemos
tan buena puntería. Corremos para mirar al caído, que aletea sangrante a medio
pantano. Es un chotacabras. Yo jamás había observado bien uno y lo tome en las
manos mientras el animalito agonizaba para mirarlo mejor, mientras forcejeaba
en mis manos abrió un enorme pico que bien podría tragar sapos enteros o
culebras de regular tamaño. Los comentarios de la puntería del tirador no se
hicieron esperar. Al tapacaminos le siguieron un par de garzas morenas y otro
tanto de intentos fallidos de derribar a un gavilán.
Pero
no habíamos salido por garzas, gavilanes o monos. Nos enfilamos a lo nuestro.
Caminamos otra vez hacia el próximo claro y nos dispersamos. El olor a carne en
descomposición inundaba el ambiente y con toda la náusea que ello nos provocó,
nos pusimos a juntar los restos de un caballo muerto bajo un árbol grande.
Quedaban algunas costillas, las ancas y una pata delantera. La cabeza nadie la
pudo hallar. Después de reunir los pedazos nauseabundos al pie del tronco, cada
quien se afianzó su arma como pudo y subimos al árbol, quizá serían las 12 ya.
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